[author] [author_image timthumb=’on’]https://flacsochile.org/wp-content/uploads/Fabricio-Franco.jpg[/author_image] [author_info]Sociólogo, cientista político especializado en políticas y gestión pública. Director de Flacso-Chile. Ha sido investigador y consultor en diferentes organismos internacionales como PNUD, GIZ y Banco Mundial.[/author_info] [/author]
La semana pasada el Observatorio Nueva Constitución en su segundo informe presentó los perfiles de las 1.468 candidaturas a convencionales en base a los antecedentes públicos de los postulantes. Entre sus conclusiones un significativo dato merece atención: cerca del 63% de las candidatas y candidatos tienen educación superior y, la mayoría de ellos, está en las listas de partidos políticos. Esta cifra representa 2,5 veces el porcentaje de egresados universitarios en la población mayor de 25 años del país, en la que solo uno de cada cuatro chileno(a)s tiene un título de educación superior (Panorama de la educación, OCDE, 2020).
Esta proporción puede aumentar con la ampliación de la campaña que puede afectar menos a los postulantes con más años de educación formal, que tienden a tener más recursos económicos, capital social y a asociarse con las clases altas y medias. Si bien hay una democratización notable de la matrícula, en el quintil de más altos ingresos hay dos veces más egresados de educación superior que en el quintil IV, cuatro veces más que en el quintil III, siete veces más que en el quintil II, y 12 veces más que en el quintil I (CASEN, 2017).
¿Esta mayor presencia de personas con estudios superiores expresa la consolidación de una sociedad basada en el mérito o es el efecto de un sistema que estructuralmente favorece a la élite, como remarca M. Sandel en ¨La Tiranía del Mérito¨(2020)? Si esto último es lo que ocurre ¿No hay una contradicción con las aspiraciones de ampliación del acceso a las decisiones públicas de quienes no forman parte de la élite, que emergen en octubre del 2019?
Una de las frecuentes críticas a las élites chilenas ha sido su notorio nivel de desconexión con respecto a los problemas cotidianos del resto de sus conciudadanos, desconexión que se refiere también a la percepción sobre el rol del Estado y la orientación de los asuntos públicos (COES, 2021; Círculo de Directores, 2020; PNUD, 2004). Estos estudios establecen que la élite tiende a subestimar la brecha que existe entre sus miembros y el resto de la sociedad, más allá de si responden a posiciones de izquierda o de derecha. Como me señalaba un alumno de ciencia política respecto de la élite:¨No se educan, no se curan y no se jubilan bajo las mismas condiciones que el resto de nosotros, pero influyen, legislan y implementan políticas sobre todas estas materias¨.
Razón no le faltaba. En el Poder Ejecutivo las principales autoridades se educan en un grupo reducido y exclusivo de colegios y universidades (La Tercera, noviembre 2019: Ver artículo 1 y febrero 2010: Ver artículo 2), sus niveles salariales los sitúan entre el 5% con más altos ingreso en el país (PNUD, 2017) y, a través de ¨la puerta giratoria¨, mantienen estrechos vínculos con el mundo privado (CIPER, febrero 2018: Ver artículo 3).
Ello también se da en el Congreso. Según un estudio del Proyecto FLACSO Chile, ¨Parlamento y Representación¨ el 49% de los legisladores elegidos desde la vuelta a la democracia hasta la actual legislatura han sido educados en colegios privados. Esto representa 5.5 veces más que el porcentaje presente en el total de la población que sólo alcanza al 9%.
En la mayoría de los establecimientos analizados, las mensualidades parten desde los 100 mil pesos para arriba, cifra imposible de abordar para la mayoría, considerando que dos tercios de los trabajadores en el país gana menos de 400 mil pesos líquidos al mes (Fundación Sol, 2020).
Este patrón se mantiene cuando se observa el nivel de educación terciaria de los parlamentarios. El 93% son egresados universitarios y, poco menos de la mitad (48%), de la Universidad de Chile y de la PUC. Por contraposición, considerando el total de los egresados universitarios totales a nivel nacional, menos del 8% estudió en las universidades mencionadas.
La situación de privilegio descrita es generalmente justificada apelando a varios supuestos interconectados entre sí y difíciles de verificar. Primero, que junto con su capacidad política, estas personas cuentan con credenciales académicas y calidad profesional que las hacen merecedoras de su rol de liderazgo, del estatus y del reconocimiento simbólico y material del que gozan. Segundo que, en las sociedades democráticas contemporáneas, existe un efectivo sistema meritocrático que brinda oportunidades iguales para todos y que el ¨éxito¨ responde fundamentalmente a esfuerzos y capacidades individuales cuando, en verdad, el grupo social con mayor capital social y/o económico parte de un piso mucho más alto de facilidades y accesibilidad a las oportunidades de todo tipo que la mayoría de la población. Por último, está la noción de que quienes nos representan y nos gobiernan deben, idealmente, ser los miembros más calificados de nuestra sociedad, siguiendo una vieja tradición que se remonta desde Platón hasta Saint-Simon. En algún lugar de los puntos anteriores, una parte de la izquierda y centro-izquierda se enredó hace algunos años.
Pero, ¿Son realmente los líderes con mayor nivel de estudios alcanzados mejores en promedio que el resto de sus conciudadanos? ¿Es el nivel de estudios realizados un buen predictor de la calidad en la dirección política de un país? Contra la corriente principal de estas últimas décadas con respecto a las virtudes del mérito, diversos autores sostienen lo contrario con evidencias empíricas (Sandel, 2020; Lind, 2020; Carnes y Lupu; 2014, 2015; Domhoff, 2014). Tomando datos de 228 países entre 1875 y el 2014 Carnes y Lupu terminan afirmando que no existe evidencia de que mejores resultados en el ejercicio del gobierno, menos corrupción y políticas públicas más efectivas se asocien a un mayor nivel de educación de la élite política al frente de la dirección del Estado.
En una línea de estudio diferente, lo que sugieren es que el lugar que ocupan las personas en la estructura económica o de estatus en una sociedad conforman sus percepciones sobre el rol del Estado y la orientación de los asuntos públicos. En otras palabras, el lugar que ocupan en el mercado laboral, el cómo se ganan la vida y su ocupación son un importante predictor de sus percepciones políticas y económicas y su posición frente a las políticas públicas (Piketty, 2015). También lo es el tipo de educación que recibieron.
¿Cómo está compuesta la estructura ocupacional en Chile? De acuerdo a la Encuesta Nacional de Empleo del INE del 2020 (octubre-diciembre), lo que se llama la clase trabajadora representa cerca del 68% de la población ocupada incluyendo grupos como artesanos y operarios; trabajadores de servicios y vendedores de comercio; agricultores; personal de apoyo administrativo y; ocupaciones elementales, entre otros. La mayor parte de los egresados de educación superior se encuentra entre el 32% restante y comprende a directores, gerentes y directivos públicos (4%); profesionales, científicos e intelectuales (15%) y; técnicos y profesionales de nivel medio (13%). Obviamente, los deciles de mayores ingresos se encuentran en esos grupos de ocupación.
Cuando se analiza la posición de encuestados respecto a políticas asociadas a la provisión de servicios públicos o la distribución de los ingresos como se hace en Latinobarómetro (2001,2008, 2009), es significativa la diferencia en las posiciones de la élite y la del resto de la ciudadanía. En investigaciones más detalladas sobre las élites como ¨Estudio COES de la élite cultural, económica y política en Chile¨(2021) se observa el mismo fenómeno. Respecto de la posición sobre la conveniencia de una mayor presencia pública en la provisión de servicios públicos como la educación, la salud y las pensiones, solo la mitad de las respuestas de las élites están por una mayor presencia respecto del resto de la ciudadanía. En el caso de las élites económicas estás diferencias son aún más radicales.
Con un sistema de representación política en consonancia con la estructura ocupacional y nivel socioeconómico descrito, la agenda de prioridades de políticas públicas sería probablemente diferente: una mayor presión por aumento del sueldo mínimo al cual están asociados directa o indirectamente los trabajadores de bajos ingresos o una mayor cobertura y calidad en la educación inicial o en la técnica, para citar algunos ejemplos.
En consecuencia, ¿la subrepresentación de los trabajadores, de los sectores con menor calificación formal es un hecho irrelevante o neutro en el debate constitucional? ¿Sus intereses, percepción del mundo y agenda estará equilibrada en las discusiones que se avecinan en el país? Los mecanismos de nuestro sistema político y de los partidos para incorporar de forma sistemática a un mayor número de dirigentes sindicales, de organizaciones sociales o de juntas vecinales no existen o son más que deficitarios. No nos confundamos: sus voces no están representadas. Aquí hay una asignatura pendiente.